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29 de Marzo 2024 - 3:16 hs
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Crónicas sobre el territorio y la Justicia

Villa 21-24: trabajar juntos y desde adentro para salir del paco

Para recuperar a los chicos que caen en el paco, dice uno de los párrocos de la villa 21-24, “hay que abrazar toda la vida de la gente con la que trabajamos, mirar la integralidad de la persona”. ¿Cómo se hace eso? Los curas villeros y el Centro de Acceso a la Justicia construyeron una alianza en uno de los barrios más populosos de la ciudad. La clave, dicen, es entender el consumo como “un emergente de muchas otras cosas y meterse en el día a día de los vecinos”.

Por: Raúl Arcomano / Fotos: Sol Vazquez.

Gonzalo fumó paco anoche bajo un puente de Lugano. Tiene 24 años, un tatuaje en el cuello, buzo negro. Dice que consume desde 2008, sin interrupciones. Llegó a gastar 800 pesos en tres días: los transas venden una dosis, cada bolsita, en unos diez pesos. Hace un año y ocho meses que Gonzalo vive en la calle y duerme donde lo agarra la noche. Hoy fue un día distinto. Se levantó y tuvo un clic. “No sé por qué, pero me desperté pensando si quería esto siempre para mi vida. No me ayuda en nada estar así. Necesitaba salir adelante”. Su mamá y sus ocho hermanos intentaron “rescatarlo”. “Es muy grave lo que genera en la familia. Siento que yo fui tirando a la mía para atrás con mi problema. Es difícil cuando uno no quiere”, explica. Un vecino del barrio le dio un empujón: “Yo te ayudo, conozco un lugar”, le dijo. Hoy Gonzalo está en el San Alberto Hurtado, un centro de inclusión y acompañamiento integral para usuarios de paco. Es la primera vez que llega. Siente -dice- que tiene una oportunidad.

El Hurtado es uno de los diez Hogares de Cristo que dependen de la vicaría para las villas de emergencia del Arzobispado porteño. El nombre es en honor a un cura chileno que trabajó con chicos de la calle. Fue el primero en abrir, en 2008, en la villa 21-24 de Barracas. Lo inauguró el entonces cardenal Jorge Bergoglio. Un jueves santo, el actual papa lavó los pies de doce jóvenes en recuperación. El centro está al lado de la vía, a unos 50 metros de un predio de la CEAMSE y a unas cuadras del Tomás Ducó, el estadio de Huracán. Sobre la avenida Amancio Alcorta se ven pibes como zombies: una chica de unos 20 años anda descalza, otro cruza la calle sin mirar. En la unidad geográfica que componen la 21-24 y el barrio Zavaleta se apiñan unas 60 mil personas. Es la villa más populosa de la ciudad. En sus 59 manzanas convive una gran población paraguaya: la virgen de Caacupé, que da nombre a la parroquia, es la más venerada en ese país.

Gonzalo.

Quizás como en ninguna otra villa porteña, en la 21-24 el paco arrasa vidas y sueños. Pero se le hace frente.

“Entendemos el problema del paco dentro de una situación de exclusión social grave”, dice el padre Carlos Charly  Olivero, 38 años, rulos, cuello clerical desabrochado, gorrito de lana. Es parte del Equipo de Sacerdotes para las Villas de Emergencia, está a cargo del Hurtado y coordina de manera general el resto de los centros.

Para que se entienda de qué habla, da un ejemplo. “Viene una chica en situación de calle que consume paco, hace trabajo sexual para poder drogarse, tiene VIH y tuberculosis, no tiene DNI y tiene tres hijos. No se le puede hacer un tratamiento tradicional, de corte terapéutico. O abrazás toda la vida de esa piba, o no te sale nada. Hay que mirar la integralidad de la persona”. Eso significa sacarla de la calle, hacerle el documento, prepararla para que trabaje.

Charly remarca que el planteo contra el paco es personal, cultural e institucional. “En lo institucional, el Centro de Acceso a la Justicia (CAJ) es un dispositivo estatal de avanzada. Es nuestro mejor aliado, porque le pone el pecho a cualquier conflicto”. El CAJ interviene de diferentes maneras: hace informes sociales para lo habitacional, mediaciones, asesoramiento jurídico (penal o civil), trámites de documentación o de migraciones. “Laburamos juntos, tirando paredes como en el fútbol”, dice el sacerdote, y sonríe.

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El CAJ de la 21-24 es uno de los 58 que se despliegan en todo el país. Ocupaba una minúscula habitación de la parroquia Virgen de los Milagros de Caacupé, que está sobre Osvaldo Cruz, la calle que parte a la villa en dos. Se mudaron hace cuatro años y hoy funciona en Río Cuarto al 3300, en una casa social que pertenece a Cáritas. Es un chalet bajo. En el frente, unos chicos corren bajo la lluvia. Se ve una imagen que se repite varias veces adentro: la de la madre Teresa de Calcuta. Y un cartel azul: Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación. El garage funciona como recepción y sala de espera. Una mamá de veintipico espera con su bebé, dormido en un carrito. Un hombre con bolso al hombro está parado y trata de no dormirse. Dos mujeres charlan sobre la cantidad exacta de grasa para cocinar tortas fritas.

-¿Puedo hacer yo el trámite de mi tío, que viene de Paraguay? –pregunta una mujer de unos 45 años, buzo polar, pelo atado con cola de caballo.

-Puede sacar el turno, pero tiene que firmar él –le responde el coordinador del CAJ, el trabajador social Pedro Aballay. Y le pide que vuelva al día siguiente.

En otro ambiente que da a la calle hay dos escritorios donde se resuelven las consultas de los vecinos. Hasta en la cocina se atiende, para hacer más rápida la atención. El equipo de trabajo está integrado por ocho personas fijas: un coordinador, dos trabajadores sociales, dos abogados, dos administrativos y un psicólogo. También ayudan de manera eventual jóvenes a través de un convenio con el Ministerio de Trabajo. El CAJ atiende entre 800 y 900 consultas mensuales que están relacionadas con documentación, registro de antecedentes penales, trámites consulares, permisos. También un área psicosocial, con el foco puesto en temas de violencia de género, discapacidad, inserción laboral.

Los CAJ como dispositivos de atención no abordan la cuestión del consumo de forma directa, sino colateralmente. Aballay destaca “el trabajo en conjunto entre el centro y los dispositivos de atención a las adicciones del barrio”. Y recuerda el caso de María M. para graficar cómo el Estado puede actuar de manera articulada. Uno de los hijos de la mujer era adicto al paco y estaba en tratamiento. Con otros tres hijos y sin lugar para vivir. “Se le tramitó un subsidio para que pudiera alquilar. Cuanto terminó, se intervino con la Defensoría General de la Nación para que lo siguiera percibiendo y no fuera a parar a la calle”, explicó.

A raíz del vínculo con el CAJ, se enteraron que era golpeada por su pareja. Dieron aviso a la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema, que otorgó medidas de protección para ella y sus hijos. Como el agresor no las respetaba, le colocaron un botón “antipánico”. Hoy el centro sigue de cerca el caso.

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Unas pocas cuadras separan al CAJ de la parroquia. En el trayecto, sobre la calle Santo Domingo, tres pibes sentados sobre el cordón fuman paco al lado de un volquete. Uno está recostado para atrás. Un fuego improvisado los protege del mediodía frío. El paco afecta de muchas maneras. Y es un pequeño terremoto en cada familia. “Los chicos llegan a robar hasta las garrafas de su casa”, dice el padre Lorenzo Toto de Vedia, cura de Caacupé. Días atrás, el arzobispo de Buenos Aires, Mario Poli, lo designó como capellán del “pueblo cartonero”.

Toto señala que hay falsas concepciones sobre la adicción. “Una: que es imposible recuperarse. Es falso. Es posible encarar un camino de recuperación. Sí es imposible decir que se le puede dar el diploma de recuperado a alguien.” Aballay agrega que el paco es como la piel de la cebolla: es un emergente de un montón de otras cuestiones. “Hay que correr el eje: hablar más de integración y menos de consumo”, dice.

El padre Lorenzo "Toto" De Vedia.

Una bicicleta blanca cuelga sobre unas de las paredes del gimnasio de la parroquia. Al lado, un mural retrata a quien fuera su dueño: el padre Daniel de la Sierra. Si los ojos claros del padre Carlos Mugica lo ven todo en la villa 31 -desde las decenas de imágenes que lo retratan- en la 21-24 los brazos de De la Sierra se extienden sobre cada rincón del barrio. Los dos fueron parte del grupo de curas tercermundistas que a mediados de los ’60 empezaron a meter las patas en el barro de las villas más pobres. De la Sierra levantó la iglesia en 1976 y enfrentó a las topadoras de la última dictadura. Desde 2002, sus restos están en la capilla. Había muerto diez años antes, atropellado por un colectivo mientras iba en su bici. Hoy se transformó en el “Ángel de la bicicleta”. Un santo sin estampita.

En el gimnasio varios chicos juegan al vóley. Uno duerme hecho un bollo en un pupitre, en la puerta de la oficina de Toto.Es una salita de tres por dos con un escritorio lleno de papeles. Cuelga un banderín amarillo y blanco del papa Francisco, envuelto en un celofán. En la pequeña biblioteca de madera hay una foto firmada por el pontífice, traída desde el Vaticano por el ministro de Trabajo, Carlos Tomada. Atrás del lugar está la casa donde viven y duermen Toto y Charly. En la cocina se ve una olla abollada y renegrida por miles de fuegos.

Para entender, hay que estar cerca. Dice Toto que la realidad de las villas conforma un mundo y un modo de vida. Y que el primer riesgo al querer acercarse es hacerlo desde una “lejanía”. “El error es creer que uno con sus preconceptos y batería de bagajes va a resolverlo todo. La mejor manera de influir positivamente es estar cerca. Nos pasa a los curas: el hecho de vivir en el barrio nos da una percepción fidedigna de lo que pasa”. La clave de los CAJ –subraya Toto- es esa: funcionar en la villa. Adentro. Meterse en el día a día de los vecinos.

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Fue el padre Pepe Di Paola quien tiró la primera piedra contra el paco. “Cuando empezó acá no pensó en abrir un hogar de adictos ni un colegio ni nada. Se preocupó por fortalecer la comunidad. Desde la iglesia, pero con una tónica social. Armar una comunidad que se haga cargo de lo que pasa en el barrio. De esa base empezaron a surgir las obras”, cuenta Toto.

-Rajá de acá. Cuando esto de la droga pase de estar en la televisión, vas a ser boleta. Te la tienen jurada –lo amenazaron a Di Paola el 20 de abril de 2009.

Por seguridad, lo obligaron a irse. Estuvo en Santiago del Estero por dos años. El año pasado volvió y ahora está a cargo de la capilla de la villa La Cárcova, en San Martín.

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Jorge "Papito" Echeverría.

Jorge llegó por primera vez al Hurtado en 2009. Fue cuando salió en libertad de la última de sus cinco condenas por robo. Papito, como lo conocen todos en el centro, estuvo preso casi 18 de sus 38 años. “Viví casi toda mi juventud detenido”, dice. Un día, su hermano estaba tirado en un pasillo de la villa, quebrado por el paco. Lo levantó y lo acercó al centro. No sólo el hermano necesitaba ayuda. “Yo estaba dado vuelta también”, cuenta. Empezaron a ir los dos al Hurtado:

-Mi historia con las drogas empezó a los 15. Consumía pasta base, pastillas, lo que venga –dice.

En esa época vivía en las calles de Constitución.

Jorge es morocho, pelo cortito, ojos achinados, cicatriz debajo del ojo izquierdo. Ayuda a los jóvenes que se acercan al centro. Y hace visitas a detenidos en el penal de Ezeiza, Devoto o institutos de menores. “Sé lo que es estar detenido. Comparto unos mates o una charla con ellos. Les pregunto qué necesitan, cómo están, si estudian, si necesitan atención médica. No hablamos tanto de consumo.”

-¿Tuviste recaídas en estos años?

-Sí. Pero hay que seguir adelante –responde.

Y agrega:

-Porque hoy mi oficio y mi vida es ayudar a los otros.

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El padre Carlos "Charly" Ontivero.

-Cuando un chico llega por primera vez –dice el padre Charly- el rol más importante lo tiene la persona que está en la puerta. El que cuando llegan los pibes medio rotitos les da un abrazo, les hace sentir que está todo bien y que vamos a pelear por ellos.

Los usuarios de paco pueden estar en el centro desde las 12 hasta las 18. Después de llenar una planilla de admisión les dan de comer, charlan sobre lo que le está pasando. A muchos les resulta riesgoso llegar por los conflictos que tienen en el barrio. Varias de las chicas tienen bebés o embarazos avanzados. En esos casos se los va a buscar. Si están muy mal y no pueden ir, los atienden con equipos externos. Y cuando los chicos lo piden, pueden derivarlos a centros de día, granjas terapéuticas, al ex Cenareso o a la Sedronar. Los doce pasos que siguen muchos grupos que tratan adicciones acá casi no se aplican.

-Es un instrumento, pero ya casi no lo usamos. –explica Charly - En otros espacios quizás sí, acá no. Cada lugar tiene un contexto.

En el Hurtado hay una salita especial con cunas. Cuatro consultorios para las charlas privadas con los psicólogos o psiquiatras. Un salón grande donde se hacen las reuniones grupales. En un rincón se ve un pequeño santuario con fotos de los chicos que murieron. Algunos por el paco, otros en accidentes. Un cartelón recuerda a Carlitos Cáceres. Se había recuperado, pero un camión lo atropelló mientras iba en su bici. Al lado del salón hay una cancha de papi fútbol. En las paredes está pintado un mural: el “vía crucis del paco”. Lo hizo Adrián, un joven que se recuperó y que hoy va al hogar pero de visita. Son 14 dibujos: “Mentiras, abandono, robo caen sobre mí”, dice uno. “El agujero en el que caí tiene mis medidas exactas”, se lee en otro. O: “Mi cuerpo, mente y espíritu se consumen”. El último ocupa una pared más grande y muestra la entrada al hogar, con una imagen de Jesús y cadenas que se rompen.

Además de Jorge y Gonzalo, hoy vinieron otros seis jóvenes. El grupo empieza siempre con media hora de algo lúdico. Puede ser un juego de mesa. Hoy hay fútbol. Están entrenando porque pronto empieza un torneo en que tendrán que enfrentar a los hogares de otras villas. Después de patear un rato, se reúnen en círculo y hablan de lo que les pasa. Una de las coordinadoras es Cecilia Viciano, psicóloga social. “Reflexionamos sobre el día a día, cómo reforzar los vínculos familiares y también sobre cómo se arma en la cabeza las ganas de consumir. En muchos casos el disparador del consumo son los conflictos familiares”, cuenta.

En el grupo, Gonzalo les cuenta a sus compañeros que decidió internarse por voluntad propia. Lo felicitan.

-Pensá en vos y en nada más que vos –le dice uno.

-Fracasa quien no intenta –le aconsejan.

-Te vamos a ir a visitar –le promete otro.

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Desde que abrió, por el Hurtado pasaron unos 700 jóvenes. Charly calcula que el 40 por ciento de ellos pudo reorganizar su vida. “El pibe que se recuperó, que está laburando, que armó su esquema familiar y un sábado se colgó con la pipa, no es un fracaso. Hay que levantarle los brazos y decirle que siga peleando. El paradigma de la abstención se cambia por el de la lucha”. Dice que el centro siempre da revanchas. Que a la larga, el tiempo cambia todo. “Nuestra voz agarra una autoridad y una fuerza muy grande en la vida de los pibes. Porque estuvimos siempre. Renunciar a una posición de control y apostarle al tiempo también cambia lo que tenés que esperar. El lugar nuestro es el del consejo. La lógica comunitaria rompe la relación vertical que está en el hospital, donde el médico es el que tiene la salvación y el paciente el que tiene la enfermedad.”

Charly pone en duda la utilidad del abstencionismo. “Está pensado, desde una comunidad terapéutica, como el único recurso. Se pensaba así porque acompañaba a un pibe un año o dos y después no lo veía más en la vida. Y tenían que asegurarse que el pibe no consumiera nunca más. Se armó toda una teoría en función del control: ‘Vos tenés que hacer lo que digo porque tenemos poco tiempo’”. Igual aclara: “Ojo: no me quejo, sirve. Pero no es la única respuesta. Cuando salís, cambia el paradigma: no te digo lo que tenés que hacer para recuperarte, si no que te acompaño. El paso que el tipo ve y elige es el que vale.”

Gonzalo ya eligió su próximo paso. Son casi las cuatro de la tarde y abre la puerta del Hurtado. Una camioneta lo espera para llevarlo a una comunidad que está en Villa Elisa. “Tengo mucha voluntad para hacer el tratamiento”, dice. Y se va.

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